miércoles, 29 de julio de 2009

A por todas

El momento más temido por las personas a dieta no es la hora de la comida, ni las cenas del sábado por la noche en un restaurante, ni siquiera el tener que ir al cine con camisa de fuerza para evitar meter mano en el cubo gigante de palomitas que engulle alegremente el vecino de butaca y que te hacen salivar como un bulldog, no. No lo más temido es el momento de la verdad, cuando subes a la báscula para comprobar si los sacrificios de la semana han merecido la pena.
Todo el mundo se comporta igual encima del peso, lo primero es sacarse de los bolsillos todos los objetos (como si un puñado de céntimos pudiera variar el resultado), lo segundo es quitarse los zapatos (sin comentarios) y lo tercero, es estirar bien el cuello (en el fondo todos esperamos haber crecido algún centímetro más).
Lo siguiente es respirar hondo, cerrar los ojos y encomendarte a dios, a la virgen, al destino o al manojo de espárragos que acabas de comprar. Pasados unos segundos abres un ojo y miras de reojo el marcador, pero como estás tan erguida no eres capaz de ver más allá de la pared de enfrente. Entonces ocurre, de repente te relajas, suspiras y decides encomendarte a la suerte. Bajas lentamente la cabeza para comprobar los kilos que marca... Ahora los comportamientos varían en función del signo de puntuación. Si es negativo (es decir, pesas menos que antes) te abrazas a lo primero que pillas, das unos cuantos saltos de alegría, vuelves a la báscula y, esta vez te quedas largo rato observando los números mágicos. Pero si el resultado es positivo la cosa va mal, también vuelves a subirte al peso (para comprobar que no ha sido un error) y a voces maldices la dieta, la verdura, a las anorexicas modelos y a la televisión que, al fin y al cabo, es la culpable de tu situación (¿acaso no son ellos los crean los estereotipos?).
Llegados a este punto hay tres opciones: la más sensata es serenarse y decidir probar suerte a la semana siguiente «sólo llevo siete días pasando hambre», piensas para reconfortarte; la más contundente es tirar el régimen a la basura y buscar otro que sea más eficaz (graso error, el cuerpo necesita al menos quince días para habituarse a los cambios) y la más practicada: abrir el frigorífico y engullir lo primero que pillas, que suele ser chocolate, mientras miras tu reflejo en el espejo y piensas que tampoco estás tan mal, te extrañas de que pensaras que te sobran cinco kilos y decides continuar con tu vida.

lunes, 27 de julio de 2009

Sacrificios veraniegos

¡Por fin la he encontrado!He tardado más de dos semanas pero creo que ésta es la definitiva. Después de rebuscar durante días en las páginas de la red, de preguntar a todos mis conocidos, de consultar a algún especialista en nutrición... llegó la solución.
Como siempre pasa en estos casos, el boca a boca es la mejor forma de propaganda, y comprobar los resultados en personas de carne y hueso y no en modelos de la talla 34 anima mucho.
La dieta que he decidido seguir dura ocho semanas, por lo que según mis cuentas, a principos de junio ya estaré preparada para lucir los modelitos veraniegos.
La primera semana de dieta siempre es la más difícil, acostumbrar al estómago a sobrevivir a base de verde cuando está acostumbrado a engullir hamburguesas y pizzas es una ardua tarea. El mío debe ser especialmente cabezota pues se niega a colmarse con hortalizas. A cada momento me pide hidratos y grasas... por no hablar del chocolate.
Lo primero que me ha prohibido mi nuevo régimen es la leche y sus derivados (un alimento que aborrezco y del que no me importaría no volver a saber nada en toda mi vida), lo siguiente ha sido el pan, esa masa de miga que tan bien combina con las salsas, y con el chorizo, y con los huevos fritos, y... ¿hay algo con lo que no combine? En principio no creía que esto supusiera un problema, pero he descubierto que cada vez que voy al supermercado mi olfato me guía directamente a la panadería. No falla, voy a comprar champú y al llegar a la caja me descubro pagando una baguette,calentita y crujiente. La cerveza es la bebida tabu de todos los regímenes. No es que el zumo de cebada engorde, sino su acompañante, y no me refiero a esa espumosa capa blanca, sino al pinchito con que obsequian los camareros.
Una cosa que me ha sorprendido mucho es que también queda prohibida la sal, el aceite, el ajo, la cebolla y cualquier otra especie. El resultado son comidas quemadas ¿quién es capaz de freír un leguado sin una gota de aceite? yo no. Todas las noches me peleo con la sartén para intentar lograr que suelte mi comida.
Otra cosa que he descubierto es que algunas frutas engordan ¿quién podía imaginarlo? la manzana, el plátano y la chirimoya han sido vetadas. Ahora me conformo con naranjas ácidas (a las que no puedo añadir azúcar) y fresones fuera de temporada.
Lo que sí puedo ingerir en cantidades industriales son aceitunas ¡ojo! sólo las que tienen huesos, (a saber porque esta discriminación). Es el alimento que mi dieta me permite comer entre horas (siempre que no sea ni una hora antes ni después de la comida). Estoy harta de ellas, pero son mis únicas aliadas contra la gula y creo que hasta que mi cuerpo no empiece a fabricar aceite no hay peligro.
Los huevos, la carne roja, el pescado azul, el embutido, la pasta, los frutos secos, los bollos y las gominolas también han desaparecido de los armarios de mi cocina.
Que ¿cómo consigo no morir de inanición? muy sencillo porque se me permite comer toda clase de verduras y ensaladas sin lechuga, si esa hortaliza también engorda.
Mi conclusión es que si este régimen surte efecto no es porque me obligue a llevar una alimentación equilibrada, ni siquiera porque me haya suprimido las grasas, ni porque me ha descubierto un mundo de la verdura que jamás imaginé que existiera. Si funciona es, porque como todas las dietas, porque me hace pasar hambre.

viernes, 3 de abril de 2009

Cuenta atrás

Esta semana ando de batallas y es que he comenzado mi cruzada particular, ¡la operación bikini!.
Cada año, la fecha de inicio de esta operación varia en función del tiempo. Las más previsoras suelen comenzar nada más terminar la navidad, otras lo hacen en febrero y también hay quien comienza cuando el sol pega fuerte y las minifaldas comienzan a vestir los maniquíes de los escaparates. Yo pertenezco a este último grupo, hasta que no veo las orejas al lobo no me pongo las pilas.
Lo primero es decidir cuántos kilos hay que perder, dependiendo de la cantidad de grasa que le sobre al cuerpo así será el régimen. Cuando lo único que se necesita es sacar al cuerpo del letargo de la himbernación, fortalecer la flácidez de piernas y brazos, con unas cuantas sesiones de gimnasio basta. Cuando por el contrario, el invierno además de frío ha traído glotonería y el único deporte que has practicado durante cinco meses ha sido el sillón-ball la situación es seria, pero no es hasta que la báscula supera los 60 kilos cuando por fin te das cuenta de que te sobran unos kilitos (da igual que durante semanas los vaqueros te entren a presión, que las camisetas del año anterior hayan encogido tanto en el cajón que ahora se hayan convertido en mini top o que la goma del tanga te haga cardenal... hasta que no te pesas, momento que por cierto vas retrasando irremediablemente, no aceptas la realidad: ¡has engordado!.
Elegir el régimen adecuado es lo más importante, hay infinidad de dietas milagrosas: la del melocotón, la de la zanahoria, la famosísima dieta de la alcachofa... también están las pastillas que inhiben el apetito, esas en las que meten tanta anfetamina que además de hacerte perder peso hacen que pierdas la cabeza y, como no, las pastillitas que tienen el don de hacer que no te engorde nada de lo que comas... (algo peligroso tanto milagro sin estar en Fátima).
En mi opinión, la única dieta que hace efecto es aquella que recomienda la modelo de los cereales: comer equilibradamente y un poco de ejercicio. Suprimir la comida basura (de la que no entiendo el nombre ya que está riquísima), aparcar el coche y comenzar a caminar, cambiar el sillón y la tele por un poco de footing y el mp3...
Todo el mundo tiene la clave para adelgazar ¡hasta el metro!, en serio, el otro día iba yo por la estación de Nuevos Ministerios y cuando iba a coger la escalera mecánica me encuentro un cartel muy llamativo que dice ¿Vas a dejar pasar la oportunidad de hacer ejercicio? Y dibujados en el suelo unas huellas que van directas a la escalera normal. “Me cago en tó...” farfullé para mí mientras seguía esas pisadas y me disponía a subir los tres tramos de escalera manual “Además de soportar los retrasos de los trenes y aguantar la marabunta humana me ponen carteles para hacerme sentir remordimiento ¡como si subir por las escaleras mecánicas fuera como comerte una tarta de chocolate!” continué diciendo mientras las gotitas de sudor comenzaban a aparecer en mi frente. Cuando por fin creí que había terminado de escalar el Everest descubrí que aún me quedaban dos tramos más así que, cerré los ojos con todas mis fuerzas y me dirigí hacia el ascensor más cercano “ojos que no ven...” y es que cada momento tiene su lugar, el metro es para llegar rápido a los sitios que para hacer ejercicio ¡ya pago todos los meses el gimnasio!

lunes, 30 de marzo de 2009

A primera vista (Fin)

“Llego tarde, llego tarde...” eran las nueve de la tarde cuando por fin llegué a casa. Tenía exactamente treinta minutos para arreglarme para la gran cita. Contra todo pronóstico la ropa que necesitaba estaba en el armario planchada y doblada, los zapatos habían decidido cancelar su misteriosa excursión hasta debajo de mi cama, las pinturas estaban perfectamente alineadas en el borde del lavabo... (ya digo, hermana de la caridad como mínimo, también he barajado la posibilidad de haber sido una mártir, porque a veces me duelen mucho las piernas...). Total que a las 9:30 estaba saliendo por la puerta del piso y, esto sí que es un milagro, con las llaves en la mano. Pensando en convertir mi piso en la pequeña Lourdes (o cualquier lugar milagroso parecido) me encaminé hacía el bar donde había quedado con mi galán del sábado noche.
Habíamos quedado en territorio neutral, y antes de doblar la esquina ya me estaba arrepintiendo de la decisión.¿De qué hablaría durante una hora (eso con suerte) con un desconocido? Y lo más importante ¿le reconocería? El sábado me había parecido un chico mono y simpático pero hoy era un día laborable, el único líquido que corría por mis venas era agua mineral y la iluminación del local era de un blanco impoluto.
Tome aire y entré decidida. Un vistazo a mi alrededor me basto para localizar a Alex. No, no era que le recordara, es que si descartamos al camarero sólo había otras cuatro personas en la barra: un anciano balanceándose delante de lo que debía ser su sexta cerveza, un cuarentón ocupado en darle de comer un plato de espaguetis a su hijo y un veinteañero de estilo indefinido que se puso en pie nada más verme. El que se acercara y pronunciara mi nombre también ayudó bastante.
Después de un incómodo saludo (¿cuál era el saludo correcto? besos en la mejilla, un formal apretón de manos...) tropezamos con nuestras cabezas y dimos besos al aire. Nos sentamos y rápidamente pedí una cerveza (necesitaba alcohol para apaciguar mis nervios), tras unos segundos de incómodo silencio me decidí a hacerle alguna pregunta. Será que llevo la profesión en la sangre pero antes de que nos sirvieran el primer plato (para compartir, típico) ya sabía que era de un pequeño pueblo de Badajoz, había llegado a Madrid para estudiar derecho pero había decidido dejarlo por arte dramático, odiaba a los perros, tenía alergia a los lácteos y su hobbie por excelencia era estar tumbado en el sofá sin hacer nada. Cuando llegó el segundo plato se me habían terminado las preguntas, las anécdotas graciosas, el repaso a los locales de moda y los comentarios sobre el tiempo.
A continuación llegaron los silencios incómodos, y los monosílabos. Mi galán resultó ser un vividor sin más ambición que conseguir pasta para pillar costo y pagar las copas el fin de semana (que para él constan de cuatro días). Antes de darle opción a pedir postre (había descubierto que me tocaba pagar a mí) decidí acabar cuanto antes con mi sufrimiento y pedir la cuenta.
Alegando la necesidad de madrugar salí de allí pitando, esta vez sin preocuparme por los modales. Llegue a casa volando (estaba tan enfadada que mis pies ni pisaban el suelo) y resoplando como un toro bravo. En cuanto cerré la puerta me dió un ataque de risa, me reía de mí misma, de mi estudipez, de mis ilusiones rotas y de lo tonta que había sido al dejarme engañar por semejante esperpento. La vida siempre nos enseña algo nuevo... aunque sea a base de talonario.

lunes, 23 de marzo de 2009

A primera vista (II)

“¿Di-i-igg-aa?” Maldiciendo mi decisión de la noche anterior conteste el teléfono suplicando que fuera cualquier persona menos... ejem... esto... ¡él!, en serio, ni un secuestrador de perros pidiéndome un rescate por Yaco me hubiera asustado tanto... Creo que en otra vida tuve que ser hermana de la caridad o algo por el estilo porque del teléfono salió una voz muy familiar ¡mi madre!. Fiel a su rutina dominical me llamaba para preguntar si, como todos los domingos desde hace un año, iba a ir a comer a casa (sabe que cuando no voy la aviso con una semana de antelación, pero ella continúa llamando por si acaso he cambiado de opinión a última hora. ¡inexplicables comportamientos de madre!).
Animada por mi buena estrella decidí levantarme de la cama y aprovechar la mañana dominical. Normalmente me levanto al mediodía con el tiempo justo para una ducha rápida y llegar pegada al refugio paterno. Pero hoy era un domingo especial. Me lavanté de un salto, salí a correr un rato, (está bien, sólo hasta la pastelería de la esquina para comprar croissant para el desayuno y fui corriendo porque cierran pronto) volví me preparé un desayuno continental, que engullí mientras leía el suplemento dominical (el quiosco pillaba de camino y aproveché la oportunidad) y cuando me disponía a empezar mi limpieza semanal volvió a sonar el teléfono. El pánico me invadió y de nuevo pensé en el secuestrador. La mano me temblaba mientras miraba el número que aparecía en la pantalla ¡Uff, no hay monos en la costa! Era mi hermana que me invitaba a unas cañas antes de comer. Sin pensarlo dos veces abandoné mis buenos propósitos y me largué con ella.
La tarde pasó tranquila sin sobresaltos sonoros. A las ocho de la tarde me sorprendí mirando el teléfono, a las ocho y cuarto otra vez, y a y media, y a menos cuarto ya le mandaba mensajes telepáticos... y como siempre ocurre en estos casos, no sono.
Eran las 9:30 cuando se digno a pitar, era un mensaje, escueto y directo “Hola Sandra soy Alex, del Rememora, anoche me lo pasé muy bien y me gustaría volver a verte. ¿Te viene bien cenar el martes?Besos”.¿¿¿Sandra??? ¿quién coño es Sandra? Le grité al texto de la pantalla como si me fuera a contestar. Inmediatamente llamé a Clara medio histérica para contarle que me habían confundido con otra, ¡A mí! ¿Se lo podía creer?. Cuando terminé mi relato me quedé muda y no precisamente porque me hubiera quedado sin palabras (porque conocía algún taco más que dedicarle a mi galán), sino porque del otro lado de la línea me venía un extraño sonido... ¡risa! No ¡carcajadas! Apunto estuve de tirarme de los pelos, pero antes que destrozarme las extensiones decidí tirar el teléfono. Al insatnte volvió a sonar, era Clara, intentaba disimular pero en la voz se le notaba que seguía llorando de risa. Entre balbuceos dijo “Toooonta Sandra eres tú”, “¿Yo? Tú estas majara”, “Noooo, anoche después de la tercera copa decidiste que sería divertido cambiarnos el nombre. Si te pregunta por Claudia, no te mosquees que soy yo” Mientras la escuchaba volvieron a mi cabeza algunos fragmentos sueltos, más animada, me puse cómoda en el suelo y le pedí que me refrescara la memoria... “¿Sandra? ¿De dónde saqué ese nombre?”, “¿No te acuerdas? fue en honor a la última película de la Bullock”, “¡Oh! Menos mal que no me dió por honrar a mi abuela Josefa”.

lunes, 16 de marzo de 2009

A primera vista (I)

Quien dijo que las primeras citas son inolvidables, era un sabio. ¿Cómo se puede olvidar uno de los peores días de tu vida?
Cuando el sábado por la noche quedé con Clara para tomar una copa, no podía ni imaginar los problemas que aquella copa me acarrearía. Comenzamos la noche en nuestro bar preferido, un pequeño tugurio viejo y maloliente (a su favor debo decir que todos los clientes somos como una gran familia. José, el camarero, nos llama por nuestros nombres y, lo más importante, está al tanto de la vida y obra de todos y cada uno de sus clientes, que abarca un radio de unas seis manzanas).
El encanto de este bar, además de que conserva los precios de cuando existía la peseta, es que es un pozo de información y camaradería. Cuando a alguno de nosotros nos ocurre una desgracia (convertirte en el número 5.786.981 del Inem, llegar una noche a casa y leer una carta en la que tu novio dice que necesita un respiro, golpear al aparcar tu coche contra una farola, comparado con lo anterior esto puede parecer intrascendente pero en mi defensa diré que Tamagochi era como un hijo para mí. Triste, lo sé), todos nos agrupamos en torno al desdichado y lo animamos a base de cerveza y palmaditas en la espalda.
Cuando comenzaba a decaer la conversación con José, esa semana la mala suerte no había visitado a ninguno de los asiduos, Clara decidió que había llegado el momento de emigrar a la discoteca.
Comparada con El Pepe,Rememora era todo un lujo, tres ambientes, sillones de piel, barras de colores y combinados de nombres impronunciables... todo muy chic, muy a la moda.
La noche pasaba rápidamente entre copas, risas y algún baile furtivo cuando de pronto aparecieron ante nosotras unos chicos. Como expertos cazadores de la noche rápidamente teníamos en nuestras manos unos chupitos y unas copas. Tras un rato de conversación gestual y chillidos inaudibles (parecíamos cuatro monos en la jungla) llegó la hora de irse a casa.
Éste es un momento decisivo, ¿cómo te despides de alguien a quien no conoces?, una opción sería bueno pues adiós, otra (muy socorrida en las pelis americanas) es decir que vas al baño y escabullirte por la puerta trasera, y luego está la que yo considero la mejor, simplemente dices ya nos veremos por aquí el próximo finde y te largas. El problema viene cuando alguien te hace La Pregunta ¿me das tu móvil?, en este caso tienes tres opciones: hacer la gracia sacar el teléfono y ponérselo en la mano añadiendo aquello de si llama mi madre dile que estoy ocupada, darle tu número intercambiando las dos últimas cifras (algo mezquino pero efectivo) o, dar el número correcto con la esperanza de que de verdad te llame.
Contra todo pronóstico, escogí la tercera opción. No sé si fue el sueño, el alcohol o la mezcla de ambos, pero en ese momento me pareció una buena idea....
Domingo 12 de la mañana, tirada en la cama, boca pastosa, sed insaciable, suena un pitido ensordecedor, despierto sobresaltada, tiro el despertador, el ruido continua y descubro que es el teléfono... cerebro funcionando a toda máquina... pequeñas lagunas vienen a mi mente... ¿que hago? ¿Darme la vuelta y fingir que no oigo nada... o armarme de valor y descolgar?
Continuará...

viernes, 13 de marzo de 2009

Enredos

¡Menuda escabechina! Mientras me miraba atónita en el espejo no podía dejar de resoplar (parecía un bufalo preparándose para la embestida, y os aseguro que si llego a tener frente a mi al peluquero lo habría derribado de un solo golpe).
Acababa de llegar a casa, había salido disparada de la peluquería, una mirada de reojo al espejo me había bastado para decidir que no me gustaba el nuevo look, es más lo odiaba, a muerte. Pagué precipitadamente en la caja y corrí las cinco calles que me separaban de mi piso muerta de verguenza. “¿Qué se supone que voy a hacer los próximos seis meses?” “Hablaré con mi jefe y le contaré que tengo un virus infeccioso...quizá me deje trabajar desde casa...” “necesitaré los teléfonos de todos los restaurantes que sirvan a domicilio porque no pienso pisar la calle ni para alimentarme”. Cogí el móvil y pedí a mi amiga María una visita urgente para evaluar los desperfectos. Había llegado hacía quince minutos y desde entonces no había abierto la boca, estaba embobada con una especie de tirabuzón que salía de mi nuca y que, desafiando la ley de la gravedad, apuntaba havía arriba. Por fin tomo aire y comentó “Estas...esto...ejem...diferente...”, “¡Diferente! ¡ponerme flequillo es estar diferente! Haberme convertido en ricitos de oro es un holocausto. “No pagarías al peluquero, ¿verdad?” fue su siguiente pregunta, ante mi mutismo volvió a la carga “Dime que al menos le has achicharrado con el secador... que le has puesto verde delante de las demás clientas...” ante mis ojos llorosos se acerco a mí y sonriendo dulcemente comentó “¡...seguro que no le has dejado propina!”, “No, eso no”. Lo que no le dije es que el nuevo look me había costado tan caro que no me había sobrado ni un mísero euro.
No entiendo a los peluqueros, no sé que tipo de mente retorcida ronda por su cabeza que hace que te dejen trasquilado el flequillo, el lado derecho más largo que el izquierdo, que te corten media melena cuando le has pedido encarecidamente que sólo recorte las puntas... Del color mejor no hablamos porque nunca consigues el tono brillante del muestrario, claro que la culpa la tiene tu cuero cabelludo que tiende a hacer que los marrones se conviertan en naranjas, los rubios en verdes y así sucesivamente.
Unos cuantos lavados después, seguidos de intensas horas de secador, unido al ingenio de mi amiga y miles de orquillas, consiguieron domar mi permanente. Sí, tendría que llevar coleta y pañuelos durante un par de meses, pero al menos podría pisar la calle sin ser el hazmereír del barrio, bueno, dejemoslo en que podría pisar la calle. Eso sí, antes me corto yo el pelo que pisar otra peluquería.