lunes, 30 de marzo de 2009

A primera vista (Fin)

“Llego tarde, llego tarde...” eran las nueve de la tarde cuando por fin llegué a casa. Tenía exactamente treinta minutos para arreglarme para la gran cita. Contra todo pronóstico la ropa que necesitaba estaba en el armario planchada y doblada, los zapatos habían decidido cancelar su misteriosa excursión hasta debajo de mi cama, las pinturas estaban perfectamente alineadas en el borde del lavabo... (ya digo, hermana de la caridad como mínimo, también he barajado la posibilidad de haber sido una mártir, porque a veces me duelen mucho las piernas...). Total que a las 9:30 estaba saliendo por la puerta del piso y, esto sí que es un milagro, con las llaves en la mano. Pensando en convertir mi piso en la pequeña Lourdes (o cualquier lugar milagroso parecido) me encaminé hacía el bar donde había quedado con mi galán del sábado noche.
Habíamos quedado en territorio neutral, y antes de doblar la esquina ya me estaba arrepintiendo de la decisión.¿De qué hablaría durante una hora (eso con suerte) con un desconocido? Y lo más importante ¿le reconocería? El sábado me había parecido un chico mono y simpático pero hoy era un día laborable, el único líquido que corría por mis venas era agua mineral y la iluminación del local era de un blanco impoluto.
Tome aire y entré decidida. Un vistazo a mi alrededor me basto para localizar a Alex. No, no era que le recordara, es que si descartamos al camarero sólo había otras cuatro personas en la barra: un anciano balanceándose delante de lo que debía ser su sexta cerveza, un cuarentón ocupado en darle de comer un plato de espaguetis a su hijo y un veinteañero de estilo indefinido que se puso en pie nada más verme. El que se acercara y pronunciara mi nombre también ayudó bastante.
Después de un incómodo saludo (¿cuál era el saludo correcto? besos en la mejilla, un formal apretón de manos...) tropezamos con nuestras cabezas y dimos besos al aire. Nos sentamos y rápidamente pedí una cerveza (necesitaba alcohol para apaciguar mis nervios), tras unos segundos de incómodo silencio me decidí a hacerle alguna pregunta. Será que llevo la profesión en la sangre pero antes de que nos sirvieran el primer plato (para compartir, típico) ya sabía que era de un pequeño pueblo de Badajoz, había llegado a Madrid para estudiar derecho pero había decidido dejarlo por arte dramático, odiaba a los perros, tenía alergia a los lácteos y su hobbie por excelencia era estar tumbado en el sofá sin hacer nada. Cuando llegó el segundo plato se me habían terminado las preguntas, las anécdotas graciosas, el repaso a los locales de moda y los comentarios sobre el tiempo.
A continuación llegaron los silencios incómodos, y los monosílabos. Mi galán resultó ser un vividor sin más ambición que conseguir pasta para pillar costo y pagar las copas el fin de semana (que para él constan de cuatro días). Antes de darle opción a pedir postre (había descubierto que me tocaba pagar a mí) decidí acabar cuanto antes con mi sufrimiento y pedir la cuenta.
Alegando la necesidad de madrugar salí de allí pitando, esta vez sin preocuparme por los modales. Llegue a casa volando (estaba tan enfadada que mis pies ni pisaban el suelo) y resoplando como un toro bravo. En cuanto cerré la puerta me dió un ataque de risa, me reía de mí misma, de mi estudipez, de mis ilusiones rotas y de lo tonta que había sido al dejarme engañar por semejante esperpento. La vida siempre nos enseña algo nuevo... aunque sea a base de talonario.

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