miércoles, 29 de julio de 2009

A por todas

El momento más temido por las personas a dieta no es la hora de la comida, ni las cenas del sábado por la noche en un restaurante, ni siquiera el tener que ir al cine con camisa de fuerza para evitar meter mano en el cubo gigante de palomitas que engulle alegremente el vecino de butaca y que te hacen salivar como un bulldog, no. No lo más temido es el momento de la verdad, cuando subes a la báscula para comprobar si los sacrificios de la semana han merecido la pena.
Todo el mundo se comporta igual encima del peso, lo primero es sacarse de los bolsillos todos los objetos (como si un puñado de céntimos pudiera variar el resultado), lo segundo es quitarse los zapatos (sin comentarios) y lo tercero, es estirar bien el cuello (en el fondo todos esperamos haber crecido algún centímetro más).
Lo siguiente es respirar hondo, cerrar los ojos y encomendarte a dios, a la virgen, al destino o al manojo de espárragos que acabas de comprar. Pasados unos segundos abres un ojo y miras de reojo el marcador, pero como estás tan erguida no eres capaz de ver más allá de la pared de enfrente. Entonces ocurre, de repente te relajas, suspiras y decides encomendarte a la suerte. Bajas lentamente la cabeza para comprobar los kilos que marca... Ahora los comportamientos varían en función del signo de puntuación. Si es negativo (es decir, pesas menos que antes) te abrazas a lo primero que pillas, das unos cuantos saltos de alegría, vuelves a la báscula y, esta vez te quedas largo rato observando los números mágicos. Pero si el resultado es positivo la cosa va mal, también vuelves a subirte al peso (para comprobar que no ha sido un error) y a voces maldices la dieta, la verdura, a las anorexicas modelos y a la televisión que, al fin y al cabo, es la culpable de tu situación (¿acaso no son ellos los crean los estereotipos?).
Llegados a este punto hay tres opciones: la más sensata es serenarse y decidir probar suerte a la semana siguiente «sólo llevo siete días pasando hambre», piensas para reconfortarte; la más contundente es tirar el régimen a la basura y buscar otro que sea más eficaz (graso error, el cuerpo necesita al menos quince días para habituarse a los cambios) y la más practicada: abrir el frigorífico y engullir lo primero que pillas, que suele ser chocolate, mientras miras tu reflejo en el espejo y piensas que tampoco estás tan mal, te extrañas de que pensaras que te sobran cinco kilos y decides continuar con tu vida.

lunes, 27 de julio de 2009

Sacrificios veraniegos

¡Por fin la he encontrado!He tardado más de dos semanas pero creo que ésta es la definitiva. Después de rebuscar durante días en las páginas de la red, de preguntar a todos mis conocidos, de consultar a algún especialista en nutrición... llegó la solución.
Como siempre pasa en estos casos, el boca a boca es la mejor forma de propaganda, y comprobar los resultados en personas de carne y hueso y no en modelos de la talla 34 anima mucho.
La dieta que he decidido seguir dura ocho semanas, por lo que según mis cuentas, a principos de junio ya estaré preparada para lucir los modelitos veraniegos.
La primera semana de dieta siempre es la más difícil, acostumbrar al estómago a sobrevivir a base de verde cuando está acostumbrado a engullir hamburguesas y pizzas es una ardua tarea. El mío debe ser especialmente cabezota pues se niega a colmarse con hortalizas. A cada momento me pide hidratos y grasas... por no hablar del chocolate.
Lo primero que me ha prohibido mi nuevo régimen es la leche y sus derivados (un alimento que aborrezco y del que no me importaría no volver a saber nada en toda mi vida), lo siguiente ha sido el pan, esa masa de miga que tan bien combina con las salsas, y con el chorizo, y con los huevos fritos, y... ¿hay algo con lo que no combine? En principio no creía que esto supusiera un problema, pero he descubierto que cada vez que voy al supermercado mi olfato me guía directamente a la panadería. No falla, voy a comprar champú y al llegar a la caja me descubro pagando una baguette,calentita y crujiente. La cerveza es la bebida tabu de todos los regímenes. No es que el zumo de cebada engorde, sino su acompañante, y no me refiero a esa espumosa capa blanca, sino al pinchito con que obsequian los camareros.
Una cosa que me ha sorprendido mucho es que también queda prohibida la sal, el aceite, el ajo, la cebolla y cualquier otra especie. El resultado son comidas quemadas ¿quién es capaz de freír un leguado sin una gota de aceite? yo no. Todas las noches me peleo con la sartén para intentar lograr que suelte mi comida.
Otra cosa que he descubierto es que algunas frutas engordan ¿quién podía imaginarlo? la manzana, el plátano y la chirimoya han sido vetadas. Ahora me conformo con naranjas ácidas (a las que no puedo añadir azúcar) y fresones fuera de temporada.
Lo que sí puedo ingerir en cantidades industriales son aceitunas ¡ojo! sólo las que tienen huesos, (a saber porque esta discriminación). Es el alimento que mi dieta me permite comer entre horas (siempre que no sea ni una hora antes ni después de la comida). Estoy harta de ellas, pero son mis únicas aliadas contra la gula y creo que hasta que mi cuerpo no empiece a fabricar aceite no hay peligro.
Los huevos, la carne roja, el pescado azul, el embutido, la pasta, los frutos secos, los bollos y las gominolas también han desaparecido de los armarios de mi cocina.
Que ¿cómo consigo no morir de inanición? muy sencillo porque se me permite comer toda clase de verduras y ensaladas sin lechuga, si esa hortaliza también engorda.
Mi conclusión es que si este régimen surte efecto no es porque me obligue a llevar una alimentación equilibrada, ni siquiera porque me haya suprimido las grasas, ni porque me ha descubierto un mundo de la verdura que jamás imaginé que existiera. Si funciona es, porque como todas las dietas, porque me hace pasar hambre.

viernes, 3 de abril de 2009

Cuenta atrás

Esta semana ando de batallas y es que he comenzado mi cruzada particular, ¡la operación bikini!.
Cada año, la fecha de inicio de esta operación varia en función del tiempo. Las más previsoras suelen comenzar nada más terminar la navidad, otras lo hacen en febrero y también hay quien comienza cuando el sol pega fuerte y las minifaldas comienzan a vestir los maniquíes de los escaparates. Yo pertenezco a este último grupo, hasta que no veo las orejas al lobo no me pongo las pilas.
Lo primero es decidir cuántos kilos hay que perder, dependiendo de la cantidad de grasa que le sobre al cuerpo así será el régimen. Cuando lo único que se necesita es sacar al cuerpo del letargo de la himbernación, fortalecer la flácidez de piernas y brazos, con unas cuantas sesiones de gimnasio basta. Cuando por el contrario, el invierno además de frío ha traído glotonería y el único deporte que has practicado durante cinco meses ha sido el sillón-ball la situación es seria, pero no es hasta que la báscula supera los 60 kilos cuando por fin te das cuenta de que te sobran unos kilitos (da igual que durante semanas los vaqueros te entren a presión, que las camisetas del año anterior hayan encogido tanto en el cajón que ahora se hayan convertido en mini top o que la goma del tanga te haga cardenal... hasta que no te pesas, momento que por cierto vas retrasando irremediablemente, no aceptas la realidad: ¡has engordado!.
Elegir el régimen adecuado es lo más importante, hay infinidad de dietas milagrosas: la del melocotón, la de la zanahoria, la famosísima dieta de la alcachofa... también están las pastillas que inhiben el apetito, esas en las que meten tanta anfetamina que además de hacerte perder peso hacen que pierdas la cabeza y, como no, las pastillitas que tienen el don de hacer que no te engorde nada de lo que comas... (algo peligroso tanto milagro sin estar en Fátima).
En mi opinión, la única dieta que hace efecto es aquella que recomienda la modelo de los cereales: comer equilibradamente y un poco de ejercicio. Suprimir la comida basura (de la que no entiendo el nombre ya que está riquísima), aparcar el coche y comenzar a caminar, cambiar el sillón y la tele por un poco de footing y el mp3...
Todo el mundo tiene la clave para adelgazar ¡hasta el metro!, en serio, el otro día iba yo por la estación de Nuevos Ministerios y cuando iba a coger la escalera mecánica me encuentro un cartel muy llamativo que dice ¿Vas a dejar pasar la oportunidad de hacer ejercicio? Y dibujados en el suelo unas huellas que van directas a la escalera normal. “Me cago en tó...” farfullé para mí mientras seguía esas pisadas y me disponía a subir los tres tramos de escalera manual “Además de soportar los retrasos de los trenes y aguantar la marabunta humana me ponen carteles para hacerme sentir remordimiento ¡como si subir por las escaleras mecánicas fuera como comerte una tarta de chocolate!” continué diciendo mientras las gotitas de sudor comenzaban a aparecer en mi frente. Cuando por fin creí que había terminado de escalar el Everest descubrí que aún me quedaban dos tramos más así que, cerré los ojos con todas mis fuerzas y me dirigí hacia el ascensor más cercano “ojos que no ven...” y es que cada momento tiene su lugar, el metro es para llegar rápido a los sitios que para hacer ejercicio ¡ya pago todos los meses el gimnasio!

lunes, 30 de marzo de 2009

A primera vista (Fin)

“Llego tarde, llego tarde...” eran las nueve de la tarde cuando por fin llegué a casa. Tenía exactamente treinta minutos para arreglarme para la gran cita. Contra todo pronóstico la ropa que necesitaba estaba en el armario planchada y doblada, los zapatos habían decidido cancelar su misteriosa excursión hasta debajo de mi cama, las pinturas estaban perfectamente alineadas en el borde del lavabo... (ya digo, hermana de la caridad como mínimo, también he barajado la posibilidad de haber sido una mártir, porque a veces me duelen mucho las piernas...). Total que a las 9:30 estaba saliendo por la puerta del piso y, esto sí que es un milagro, con las llaves en la mano. Pensando en convertir mi piso en la pequeña Lourdes (o cualquier lugar milagroso parecido) me encaminé hacía el bar donde había quedado con mi galán del sábado noche.
Habíamos quedado en territorio neutral, y antes de doblar la esquina ya me estaba arrepintiendo de la decisión.¿De qué hablaría durante una hora (eso con suerte) con un desconocido? Y lo más importante ¿le reconocería? El sábado me había parecido un chico mono y simpático pero hoy era un día laborable, el único líquido que corría por mis venas era agua mineral y la iluminación del local era de un blanco impoluto.
Tome aire y entré decidida. Un vistazo a mi alrededor me basto para localizar a Alex. No, no era que le recordara, es que si descartamos al camarero sólo había otras cuatro personas en la barra: un anciano balanceándose delante de lo que debía ser su sexta cerveza, un cuarentón ocupado en darle de comer un plato de espaguetis a su hijo y un veinteañero de estilo indefinido que se puso en pie nada más verme. El que se acercara y pronunciara mi nombre también ayudó bastante.
Después de un incómodo saludo (¿cuál era el saludo correcto? besos en la mejilla, un formal apretón de manos...) tropezamos con nuestras cabezas y dimos besos al aire. Nos sentamos y rápidamente pedí una cerveza (necesitaba alcohol para apaciguar mis nervios), tras unos segundos de incómodo silencio me decidí a hacerle alguna pregunta. Será que llevo la profesión en la sangre pero antes de que nos sirvieran el primer plato (para compartir, típico) ya sabía que era de un pequeño pueblo de Badajoz, había llegado a Madrid para estudiar derecho pero había decidido dejarlo por arte dramático, odiaba a los perros, tenía alergia a los lácteos y su hobbie por excelencia era estar tumbado en el sofá sin hacer nada. Cuando llegó el segundo plato se me habían terminado las preguntas, las anécdotas graciosas, el repaso a los locales de moda y los comentarios sobre el tiempo.
A continuación llegaron los silencios incómodos, y los monosílabos. Mi galán resultó ser un vividor sin más ambición que conseguir pasta para pillar costo y pagar las copas el fin de semana (que para él constan de cuatro días). Antes de darle opción a pedir postre (había descubierto que me tocaba pagar a mí) decidí acabar cuanto antes con mi sufrimiento y pedir la cuenta.
Alegando la necesidad de madrugar salí de allí pitando, esta vez sin preocuparme por los modales. Llegue a casa volando (estaba tan enfadada que mis pies ni pisaban el suelo) y resoplando como un toro bravo. En cuanto cerré la puerta me dió un ataque de risa, me reía de mí misma, de mi estudipez, de mis ilusiones rotas y de lo tonta que había sido al dejarme engañar por semejante esperpento. La vida siempre nos enseña algo nuevo... aunque sea a base de talonario.

lunes, 23 de marzo de 2009

A primera vista (II)

“¿Di-i-igg-aa?” Maldiciendo mi decisión de la noche anterior conteste el teléfono suplicando que fuera cualquier persona menos... ejem... esto... ¡él!, en serio, ni un secuestrador de perros pidiéndome un rescate por Yaco me hubiera asustado tanto... Creo que en otra vida tuve que ser hermana de la caridad o algo por el estilo porque del teléfono salió una voz muy familiar ¡mi madre!. Fiel a su rutina dominical me llamaba para preguntar si, como todos los domingos desde hace un año, iba a ir a comer a casa (sabe que cuando no voy la aviso con una semana de antelación, pero ella continúa llamando por si acaso he cambiado de opinión a última hora. ¡inexplicables comportamientos de madre!).
Animada por mi buena estrella decidí levantarme de la cama y aprovechar la mañana dominical. Normalmente me levanto al mediodía con el tiempo justo para una ducha rápida y llegar pegada al refugio paterno. Pero hoy era un domingo especial. Me lavanté de un salto, salí a correr un rato, (está bien, sólo hasta la pastelería de la esquina para comprar croissant para el desayuno y fui corriendo porque cierran pronto) volví me preparé un desayuno continental, que engullí mientras leía el suplemento dominical (el quiosco pillaba de camino y aproveché la oportunidad) y cuando me disponía a empezar mi limpieza semanal volvió a sonar el teléfono. El pánico me invadió y de nuevo pensé en el secuestrador. La mano me temblaba mientras miraba el número que aparecía en la pantalla ¡Uff, no hay monos en la costa! Era mi hermana que me invitaba a unas cañas antes de comer. Sin pensarlo dos veces abandoné mis buenos propósitos y me largué con ella.
La tarde pasó tranquila sin sobresaltos sonoros. A las ocho de la tarde me sorprendí mirando el teléfono, a las ocho y cuarto otra vez, y a y media, y a menos cuarto ya le mandaba mensajes telepáticos... y como siempre ocurre en estos casos, no sono.
Eran las 9:30 cuando se digno a pitar, era un mensaje, escueto y directo “Hola Sandra soy Alex, del Rememora, anoche me lo pasé muy bien y me gustaría volver a verte. ¿Te viene bien cenar el martes?Besos”.¿¿¿Sandra??? ¿quién coño es Sandra? Le grité al texto de la pantalla como si me fuera a contestar. Inmediatamente llamé a Clara medio histérica para contarle que me habían confundido con otra, ¡A mí! ¿Se lo podía creer?. Cuando terminé mi relato me quedé muda y no precisamente porque me hubiera quedado sin palabras (porque conocía algún taco más que dedicarle a mi galán), sino porque del otro lado de la línea me venía un extraño sonido... ¡risa! No ¡carcajadas! Apunto estuve de tirarme de los pelos, pero antes que destrozarme las extensiones decidí tirar el teléfono. Al insatnte volvió a sonar, era Clara, intentaba disimular pero en la voz se le notaba que seguía llorando de risa. Entre balbuceos dijo “Toooonta Sandra eres tú”, “¿Yo? Tú estas majara”, “Noooo, anoche después de la tercera copa decidiste que sería divertido cambiarnos el nombre. Si te pregunta por Claudia, no te mosquees que soy yo” Mientras la escuchaba volvieron a mi cabeza algunos fragmentos sueltos, más animada, me puse cómoda en el suelo y le pedí que me refrescara la memoria... “¿Sandra? ¿De dónde saqué ese nombre?”, “¿No te acuerdas? fue en honor a la última película de la Bullock”, “¡Oh! Menos mal que no me dió por honrar a mi abuela Josefa”.

lunes, 16 de marzo de 2009

A primera vista (I)

Quien dijo que las primeras citas son inolvidables, era un sabio. ¿Cómo se puede olvidar uno de los peores días de tu vida?
Cuando el sábado por la noche quedé con Clara para tomar una copa, no podía ni imaginar los problemas que aquella copa me acarrearía. Comenzamos la noche en nuestro bar preferido, un pequeño tugurio viejo y maloliente (a su favor debo decir que todos los clientes somos como una gran familia. José, el camarero, nos llama por nuestros nombres y, lo más importante, está al tanto de la vida y obra de todos y cada uno de sus clientes, que abarca un radio de unas seis manzanas).
El encanto de este bar, además de que conserva los precios de cuando existía la peseta, es que es un pozo de información y camaradería. Cuando a alguno de nosotros nos ocurre una desgracia (convertirte en el número 5.786.981 del Inem, llegar una noche a casa y leer una carta en la que tu novio dice que necesita un respiro, golpear al aparcar tu coche contra una farola, comparado con lo anterior esto puede parecer intrascendente pero en mi defensa diré que Tamagochi era como un hijo para mí. Triste, lo sé), todos nos agrupamos en torno al desdichado y lo animamos a base de cerveza y palmaditas en la espalda.
Cuando comenzaba a decaer la conversación con José, esa semana la mala suerte no había visitado a ninguno de los asiduos, Clara decidió que había llegado el momento de emigrar a la discoteca.
Comparada con El Pepe,Rememora era todo un lujo, tres ambientes, sillones de piel, barras de colores y combinados de nombres impronunciables... todo muy chic, muy a la moda.
La noche pasaba rápidamente entre copas, risas y algún baile furtivo cuando de pronto aparecieron ante nosotras unos chicos. Como expertos cazadores de la noche rápidamente teníamos en nuestras manos unos chupitos y unas copas. Tras un rato de conversación gestual y chillidos inaudibles (parecíamos cuatro monos en la jungla) llegó la hora de irse a casa.
Éste es un momento decisivo, ¿cómo te despides de alguien a quien no conoces?, una opción sería bueno pues adiós, otra (muy socorrida en las pelis americanas) es decir que vas al baño y escabullirte por la puerta trasera, y luego está la que yo considero la mejor, simplemente dices ya nos veremos por aquí el próximo finde y te largas. El problema viene cuando alguien te hace La Pregunta ¿me das tu móvil?, en este caso tienes tres opciones: hacer la gracia sacar el teléfono y ponérselo en la mano añadiendo aquello de si llama mi madre dile que estoy ocupada, darle tu número intercambiando las dos últimas cifras (algo mezquino pero efectivo) o, dar el número correcto con la esperanza de que de verdad te llame.
Contra todo pronóstico, escogí la tercera opción. No sé si fue el sueño, el alcohol o la mezcla de ambos, pero en ese momento me pareció una buena idea....
Domingo 12 de la mañana, tirada en la cama, boca pastosa, sed insaciable, suena un pitido ensordecedor, despierto sobresaltada, tiro el despertador, el ruido continua y descubro que es el teléfono... cerebro funcionando a toda máquina... pequeñas lagunas vienen a mi mente... ¿que hago? ¿Darme la vuelta y fingir que no oigo nada... o armarme de valor y descolgar?
Continuará...

viernes, 13 de marzo de 2009

Enredos

¡Menuda escabechina! Mientras me miraba atónita en el espejo no podía dejar de resoplar (parecía un bufalo preparándose para la embestida, y os aseguro que si llego a tener frente a mi al peluquero lo habría derribado de un solo golpe).
Acababa de llegar a casa, había salido disparada de la peluquería, una mirada de reojo al espejo me había bastado para decidir que no me gustaba el nuevo look, es más lo odiaba, a muerte. Pagué precipitadamente en la caja y corrí las cinco calles que me separaban de mi piso muerta de verguenza. “¿Qué se supone que voy a hacer los próximos seis meses?” “Hablaré con mi jefe y le contaré que tengo un virus infeccioso...quizá me deje trabajar desde casa...” “necesitaré los teléfonos de todos los restaurantes que sirvan a domicilio porque no pienso pisar la calle ni para alimentarme”. Cogí el móvil y pedí a mi amiga María una visita urgente para evaluar los desperfectos. Había llegado hacía quince minutos y desde entonces no había abierto la boca, estaba embobada con una especie de tirabuzón que salía de mi nuca y que, desafiando la ley de la gravedad, apuntaba havía arriba. Por fin tomo aire y comentó “Estas...esto...ejem...diferente...”, “¡Diferente! ¡ponerme flequillo es estar diferente! Haberme convertido en ricitos de oro es un holocausto. “No pagarías al peluquero, ¿verdad?” fue su siguiente pregunta, ante mi mutismo volvió a la carga “Dime que al menos le has achicharrado con el secador... que le has puesto verde delante de las demás clientas...” ante mis ojos llorosos se acerco a mí y sonriendo dulcemente comentó “¡...seguro que no le has dejado propina!”, “No, eso no”. Lo que no le dije es que el nuevo look me había costado tan caro que no me había sobrado ni un mísero euro.
No entiendo a los peluqueros, no sé que tipo de mente retorcida ronda por su cabeza que hace que te dejen trasquilado el flequillo, el lado derecho más largo que el izquierdo, que te corten media melena cuando le has pedido encarecidamente que sólo recorte las puntas... Del color mejor no hablamos porque nunca consigues el tono brillante del muestrario, claro que la culpa la tiene tu cuero cabelludo que tiende a hacer que los marrones se conviertan en naranjas, los rubios en verdes y así sucesivamente.
Unos cuantos lavados después, seguidos de intensas horas de secador, unido al ingenio de mi amiga y miles de orquillas, consiguieron domar mi permanente. Sí, tendría que llevar coleta y pañuelos durante un par de meses, pero al menos podría pisar la calle sin ser el hazmereír del barrio, bueno, dejemoslo en que podría pisar la calle. Eso sí, antes me corto yo el pelo que pisar otra peluquería.

martes, 10 de marzo de 2009

De saldos

Odio los domingos, lo reconozco. Me parece el día más insulso de la semana. Los domingos nunca sé que hacer. Se supone que es un día de descanso, pero si lo paso tirada en el sofá, viendo la tele y lechuceando, por la noche me acuesto con la sensación de haber desperdiciado el tiempo. Tampoco se pueden hacer grandes planes porque al día siguiente hay que madrugar: las copas quedan prohibidas, cine y cena es una buena opción siempre y cuando la sesión sea de tarde (y tengas la paciencia necesaria para soportar la kilométrica cola en la taquilla), visitar museos, exposiciones y este tipo de cosas también son bien recibidas, cuando no se ha trasnochado el día anterior (hay que estar despejada para poder apreciar el arte).
Por eso cuando mi amiga Claudia me llamó el pasado domingo proponiéndome un maravilloso día de compras, con comida incluida, acepté encantada.
A las once ya estaba preparada, tengo que admitir que no necesité mucho acicalamiento pues todos sabemos que lo único imprescindible cuando se va de compras es llevar las tarjetas con crédito (o en su defecto un monedero lleno de billetes).
Claudia llegó puntual (sólo diez minutos de retraso ¡todo un récord!) subí en su coche y emprendimos camino rumbo a la ciudad de la moda. Tras mucho pensarlo al final nos decidimos por el nuevo centro comercial que, según se decía, era el más grande del país.
Llegamos tras salvar algunos obstáculos imprevistos (nos equivocamos al tomar la salida de la autopista, eso nos llevó por un camino de cabras hasta un pueblo diminuto donde no sabían nada de centros comerciales y cuando por fin conseguimos dar con una carretera asfaltada descubrimos que íbamos en dirección contraria... una odisea con la que no quiero aburriros), aparcar fue un suplicio, con eso ya contábamos.
Subimos en ascensor hasta la primera planta, cuando la puerta se abrió quede anonadada, sabía que había mil tiendas en el centro pero nunca había imaginado la cantidad de ropa que eso significaba.
Comencé mi andadura lamentando por lo bajo no haber traído también la cartilla de ahorros, porque, ahora lo sabía, iba a dejarme el sueldo en ese lugar. Entramos en las primeras tiendas con expectación, puede que incluso con miedo (en serio jamás había visto tanta tela junta), sentimiento que desapareció en cuanto cogí el primer vestido. Entonces mi cerebro dio la temida orden: comprar compulsivamente, y durante las siguientes tres horas mi tarjeta no paró de trabajar. A las cinco de la tarde Claudia se dio cuenta de que no lo conseguiríamos, era imposible visitar el centro entero. Entonces dividimos los objetivos y nos separamos con la misión de comprar aquello que pudiera interesar a la otra.
A las diez de la noche, cargada como una burra llegué al coche, Claudia me esperaba. Me dejé caer en el asiento agotada (si hubiera corrido el marathon no estaría tan cansado) y emprendimos el regreso.
Descargar el coche fue complicado y dividir las bolsas trabajo de matemáticos. En cuanto entré en casa dejé caer todos los bártulos, eché una mirada al reloj y decidí que aún tenía tiempo de organizar el armario. La ropa vieja cedió su sitio a la nueva y a eso de las dos de la mañana di por finalizada mi tarea. Me tumbé en la cama tan cansada que por un momento, sólo un instante, me pregunté si había merecido la pena. Luego recordé la fiesta del próximo sábado y el vestido que había comprado para la ocasión, sin olvidarme de los increíbles zapatos que había logrado rebajados a mitad de precio y decidí que sí. Había merecido la pena, unas cuantas ampollas en los pies no eran nada comparado con lo que disfrutaría estrenando modelitos.

viernes, 6 de marzo de 2009

Ejercicio a la moda

Esta semana he descubierto los complicados entresijos que encierra la moda deportiva. Ignorante de mí, pensaba que para hacer deporte y sudar a mares bastaría con mi viejo chándal, una camiseta de propaganda (de ésas que sólo se pueden usar una vez porque no resisten los meneos de la lavadora) y unas deportivas.
En cuanto crucé la puerta del gimnasio noté que algo no encajaba, lo que no me imaginaba es que era yo la que desentonaba. Mientras andaba hacia los vestuarios notaba miradas fijas en mi persona y alguna risa apagada a mis espaldas. Lejos de iniciar una investigación para conocer los motivos de sus burlas decidí ignorarlas y continuar mi camino.
Ya en el vestuario, mientras guardaba mi bolsa en la taquilla, eché discretas miradas a mis compañeras. Boquiabierta descubrí que no sólo sus cuerpos eran esculturales (¿quién se apunta a un gimnasio cuando no dispone de un centímetro de grasa que rebajar?), sino que además iban tan arregladas que por un momento pensé que me había colado en una fiesta (¡hasta las gomas que recogían sus coletas hacían juego con los cordones de sus zapatillas!). Más que un gimnasio aquello parecía una pasarela de moda.
Avergonzada de mi aspecto y sin comprender como había sido tan estúpida como para pensar que el sudor y la moda estaban reñidos, salí disparada de allí.
Cuando la dependienta me vio entrar enseguida adivinó mi emergencia «primer día de gimnasio», comentó meneando la cabeza mientras me hacía una revisión completa. A pesar de saber que se aprovecharía de mi ignorancia (mi aspecto me delataba), enseguida me puse en sus manos.
Mientras me mostraba millones de pantalones, camisetas, tops, sujetadores deportivos, calcetines inoloros y un largo etcétera (¡y yo que pensaba que unas simples mallas bastarían para hacer aerobic!) me fue informando de que necesitaría unos pantalones para cada día «no querrás repetir, ¿verdad?», preguntó alarmada. «En mi opinión, cinco pantalones serán suficientes si los combinas con los complementos adecuados», continuó aconsejándome. Aturdida por tanta información e intentando descifrar lo que significaba aquello de los complementos me preparé para lo peor.
«Si piensa venderme anillos, relojes y pulseras deportivas se va a llevar un chasco», me decía para infundirme valor. Más tarde descubrí que los complemento eran horquillas, muñequeras para el sudor y cintas del pelo, la sorpresa me impidió negarme a comprar esos cachivaches.
Elegir las zapatillas constituyó un gran problema, puesto que aún no había decidido si prefería el step o el espinin (los nombres me sonaban a chino pero no quería mostrar mi gran ignorancia) le pedí unas zapatillas que sirvieran para todo. Ante su mirada de estupefacción decidí mantenerme firme y no comprar los diez pares que me mostraba. Por fin, tras tres horas salí de la tienda perfectamente equipada para sobrevivir en el gimnasio. Miré el reloj y descubrí que era demasiado tarde «mañana empiezo», me dije mientras caminaba hacía casa.

lunes, 2 de marzo de 2009

Asignatura pendiente

¡Lo he conseguido! después de dos años por fin he decidido dar el paso. Cada principio de año, cada cumpleaños y cada mes me repetía lo mismo «ahora es el momento, de hoy no pasa», luego miraba mi agenda y decía «hoy no me va bien, mejor empiezo mañana...» y sin darme cuenta he dejado pasar setecientos treinta días.
Una mañana, estaba sentada en la mesa de la cocina comiendo galletas de chocolate, cuando, sin previo aviso, mi conciencia se puso a trabajar. Al principio no me preocupé porque las raras veces en que esto ocurre (normalmente puede más la gula que los buenos propósitos) suelo sobornarla con un «la última, lo juro». Cuando esto no funcionó y la vocecilla únicamente me recordaba «un segundo en tu boca y toda la vida en tus caderas» me asusté, solté el paquete, y decidí que había llegado el momento.
Encontrar el gimnasio perfecto es casi tan difícil como encontrar un par de zapatos que se ajusten a los dos pies a la perfección, (siempre me pruebo las botas en el pie derecho, cuando encuentro unas de mi talla, cómodas y, por supuesto bonitas, me siento tan afortunada que corro hacia la caja registradora con el dinero en la mano. Luego, cuando llego a casa, descubro que son dos botas del pie derecho, en el izquierdo me rozan o me quedan sueltas o, en el peor de los casos, ¡ni siquiera me entran!). Hay que tener mucho cuidado a la hora de elegir gimnasio (o centro de entrenamiento personal, como lo llaman ahora), ya que los próximos meses pasarás mas tiempo en él que en tu sillón.
Al ser mi primera vez, decidí ponerme en manos de profesionales. En menos de una hora se había formado en mi salón una reunión de deportistas sin fronteras. Todas opinaban, me aconsejaban y me recomendaban su gimnasio (cada una uno diferente). Tras tres horas de deliberación (jamás me imaginé malgastando el tiempo de tal forma), de haber recibido un sinfín de galletas integrales, bebidas isotónicas y el abecedario vitamínico, por fin se fueron.
A la mañana siguiente decidí probar suerte en el gimnasio que tengo en la esquina de casa (cuanto más cerca menos excusas para faltar). Lo primero que me llamó la atención fue el fuerte olor a humedad y a sudor. Reprimiendo una arcada me acerqué hasta recepción donde una sonriente gimnasta (apuesto mi vida a que no sabe lo que es un bote de nocilla), me informó de que la tarifa era de 50 euros al mes, «pagar para sufrir», pensé mientras rellenaba el cuestionario de ingreso. Un vez abonado el dinero, la simpática, esquelética y atlética Melisa me hizo una fotografía «esto es para comprobar la eficacia del ejercicio, será el antes y el después», carcomía para mí algo enfurruñada porque me trataran como un instrumento de grasa. «Es para su tarjeta de identificación», me informó Melisa leyendo mi pensamiento. Una vez explicado que esa tarjeta me daba acceso a todas las salas del gimnasio, a todas las clases y derecho a taquilla, cogí un plano y me dispuse a investigar por mi cuenta. Mis pies llegaron hasta la sauna, «bueno, por algo hay que empezar», me dije mientras entraba en la calurosa habitación. «Después de todo puede que esto no esté tan mal...».

viernes, 27 de febrero de 2009

El final del camino

Todo ha terminado. Por fin puedo respirar tranquila (bueno respirar). Mientras veía como despegaba el avión en mi boca se dibujó una amplia sonrisa. ¡Ya era hora! Durante los próximos días volveré a ser libre. No es que pida demasiado, poder dormir toda la noche de un tirón sin que el teléfono me despierte cada hora es algo que mi cuerpo necesita para funcionar. Esto ocurrió durante todas las noches de la última semana. En lugar de dormir, a Cris le dio por pensar y a las tres de la madrugada me llamaba para decirme «lo siento pero no me caso, creo que Alberto no es el hombre de mi vida» entonces comenzaba un monólogo en el que enumeraba cada uno de los defectos (imaginarios) de su novio, «que no recuerde el cumpleaños de tu gato no es un defecto», solía decirle yo adormilada. Tras colgar el teléfono (tengo que admitir que no sé decirte como finalizaban estas charlas nocturnas y normalmente descubría que la conversación había acabado cuando volvía a sonar), Cris seguía dándole vueltas a su dilema y unos segundos después volvía a llamarme, «no sé lo que me ha pasado, claro que me caso estoy muy enamorada» y volvía a su monólogo. Al tercer día, estuve a punto de grabar la conversación y dejarla junto a su mesilla de noche con una nota ante la duda pulsa play pero luego recordé que estaba sometida a mucho estrés y era normal que acudiera a mí para desahogarse.
Las llamadas a altas horas de la noche no eran las únicas que recibía. Me metía en la ducha, sonaba el fijo, subía al bus, sonaba el móvil, llegaba a la oficina y la tenía en espera... ¡el cielo me estoy ganando! solía decirme a mí misma para no gritarle a mi amiga que el que su abuela hubiera robado el novio hacía cincuenta años a su prima del pueblo no lo consideraba un problema a la hora de organizar las mesas. En lugar de eso gruñía por lo bajo y le recordaba que la demencia senil de doña Juana jugaba a nuestro favor.
La noche anterior a la boda se produjo la gran crisis. ¡Alberto lo ha descubierto! chillaba una voz en mi oído. Atónita, no lograba entender a qué se refería, mi cerebro funcionaba a destajo para lograr recordar que pecaminoso secreto escondía Cris. «Tiene un amante en el armario» no, ella nunca haría esto, «¡está embarazada!» tampoco eso lo sabría... «abrió el armario y...», «¡mierda es el amante!» pensé horrorizada. «Y... ¡vio el vestido!». La carcajada salió de mi garganta antes de poder atraparla, «y no le gusta», me aventuré a decir. «Nooo ¡es que trae mala suerte!». Escudriñé la habitación en busca de micrófonos y cámaras «tiene que ser una broma». Pero no lo era. Eran las seis de la mañana cuando por fin Cris entró en razón y decidió que no era tan grave, ya que ella había elegido el traje de él.
Pensar que estará casi un mes a miles de kilómetros de distancia me hizo sentir feliz, muy feliz. Quizá me traiga algo bonito de Asia, pensé mientras subía a mi coche.

jueves, 26 de febrero de 2009

Una noche inolvidable

Ha llegado el momento de la venganza. Entre mis quinientas obligaciones de dama de honor se encuentra la preparación de la despedida de soltera y pienso aprovechar esta oportunidad para tomarme la revancha. Es el momento de ridiculizar a la novia, de disfrazarla de conejito de playboy, de hacer que sobre su pecho cuelgue una banda del estilo «antes muerta que soltera», hacer que pase la noche bebiendo de un biberón gigante con forma de pene y de que coma con la boca la imprescindible tarta obscena.
Contrariamente a lo que ellos piensan, pasar la última noche de soltera en un tugurio lleno de humo sobando a chicos sudorosos y ciclados no es el sueño de todas las mujeres.
La despedida conlleva casi más trabajo que la boda y todo debe estar perfectamente planeado para que esa noche se convierta en una noche imborrable en la memoria de la novia. En realidad yo no entiendo por qué Cris tiene tanto interés en celebrar «su última noche de libertad» ya que lleva viviendo dos años con Alberto. Desde mi punto de vista, su vida no va a cambiar mucho por dar este paso, pero cualquier excusa es buena para montar una fiestecilla. Lo primero que hay que tener en cuenta es a las invitadas, y con ello no me refiero al número sino a su edad, estado civil y grado de consanguinidad. Las casadas con hijos son las más peligrosas, porque llevan tanto tiempo sin salir de juerga que al llegar a la discoteca conquistan la pista de baile al ritmo de la Macarena. A las divorciadas se les controlan las copas pues están tan enfadadas con los capullos de sus ex que suelen pasarse con el alcohol y retozar en los rincones con chavalitos que podrían ser sus hijos. A la madre, abuela y sobre todo a la suegra es mejor vetarlas. Un café por la tarde es más apropiado que una noche de desenfreno. Que tu suegra te vea flirtear con un desconocido, es algo que lamentarás toda tu vida (o la suya mejor dicho), no dirá nada a su hijo, le quiere demasiado como para darle ese disgusto sin embargo, a ti te odia hasta el extremo de aprovechar cualquier oportunidad para recordarte esa noche durante los próximos treinta años (eso con suerte). Las amigas solteras son las que menos problemas dan: están acostumbradas a la noche, suelen tener enchufe para saltarse las colas en las discotecas, controlan el alcohol que ingiere su cuerpo y saben regresar a casa ellas solitas.
Una vez conocida la lista de asistentes sólo queda encontrar el lugar, he escogido un restaurante de actores donde según me han dicho detendrán a Cris al confundirla con una espía de la Cía. Creo que, en efecto, será una noche imborrable.

lunes, 23 de febrero de 2009

Planes maestros

Odio las bodas (por favor, si alguna vez me da por eso, que alguien me pegue un tortazo y me devuelva a la realidad). Es tanto el trabajo que se requiere para un sólo día, que digo día, medio día, que he llegado a la conclusión de que la recompensa no merece tanto la pena como para pasar por ese calvario.
En realidad, antes de que mi amiga Cris decidiera casarse, yo adoraba las bodas. Me gustaba enfundarme mi disfraz y saludar a esos misteriosos familiares que sólo aparecen cuando hay boda o herencia que repartir. Da igual que sea el sobrino de la hermana de la tía abuela Fernández que vivía en Marte y sólo la vi en una ocasión, en estos actos todos sonríen y se comportan como si recordaran tu nombre. Claro que de las presentaciones ya se encargan las matriarcas, que aunque no sean capaces de recordar lo que han desayunado, su memoria selectiva se encarga de dar todo lujo de detalles sobre la pobre Olivia que aún sigue soltera, la dolorida tía Clotilde o la insoportable tercera mujer del primo Arturo. Increíble pero cierto.
Como iba diciendo, en apenas siete días he llegado a aborrecer las bodas. Cuando Cris me informó de que sería su dama de honor (muy americano por cierto) yo acepté encantada pues es una de mis mejores amigas y llevamos juntas desde el jardín de infancia. Lo que omitió (creo que adrede) es que mi función no consistía únicamente en presentarme el gran día ataviada con un horroroso vestido rosa chicle y abrir su camino hacía el altar. No, mi deber consiste en acompañar, aconsejar y debatir durante horas si las rosas son mejores que los tulipanes para los centros de mesa, probar cincuenta menús para el elegir el más adecuado (tengo que admitir que cenar fuera los próximos dos meses no es que me moleste demasiado), visitar iglesias hasta dar con la más iluminada, mejor decorada y más amplia de la región (que sea una sinagoga, una mezquita o una iglesia ortodoxa griega no parece tener importancia). Las invitaciones son otro suplicio pues hay más de mil entre las que elegir y la cosa va para largo ya que no quiso ni escuchar mi sugerencia de mandar un mail a los invitados. Del vestido mejor ni hablamos, aún no hemos comenzado a recorrer tiendas pero los de los catálogos tienen todos alguna tara: demasiado cortos, simples, recargados, con hombreras, sin mangas, con volantes...
Si en una semana ya estoy agotada no quiero ni pensar cómo estaré cuando se acerque el gran día ¿no os lo he dicho? se casa en mayo, del año 2010. Es que según me ha informado no se puede dejar todo para el último momento...

viernes, 20 de febrero de 2009

A lo loco

¡Me caso! Cuando mi amiga Cris soltó este bombazo casi me muero, literal. Esperó hasta que bebí un trago de zumo para soltarla, y claro, con la impresión mi líquido salió disparado, por la nariz, la boca y ella asegura que también por las orejas.
Tras esta tentativa de homicidio llegaron los besos, abrazos y las lágrimas. Las chicas somos así, sentimentales por naturaleza.
En cuanto oímos la palabra boda pensamos en príncipes azules y caballos blancos (herencia de una infancia con Walt Disney). Cuando creces descubres que el azul no te gusta tanto y que en lugar de príncipes tendrás que conformarte con plebeyos. Rebuscas entre lo que hay y tratas de llevarte el mejor. Cuando consigues al que podría ser el hombre de tu vida (si no bebiese la cerveza por barriles, dejara de ser una chimenea, convirtiera su curva de la felicidad en músculo y un largo etc) decides dar el gran paso de pasar el resto de tu vida con él... (o por lo menos aguantar a regresar de la luna de miel), en ese momentos te sientes como cenicienta . Ellos no. Ellos quedan en un bar y delante de una cerveza alguien suelta «tío tienes mala cara», «lo sé, es que me caso», «lo siento colega a todos nos llega» «Sí eso dicen, ¿otra ronda?».

jueves, 19 de febrero de 2009

Por los pelos

Todo ha vuelto a la normalidad. Cuando el lunes sonó el despertador salté de la cama y con un buen humor desacostumbrado me preparé para ir a trabajar, incluso me pegué un par de canciones en la ducha (no, no tropecé en la bañera y me golpeé la cabeza, es que estaba contenta porque al fin había conseguido dormir ocho horas seguidas).
Que un pingüino me acompañara hasta la parada del bus (por fortuna el frío polar no me trajo un oso), que la lluvia estropeara mis nuevas botas de ante y que tuviera que ir andando al trabajo porque el conductor de turno decidiera saltarse mi parada, no consiguieron estropearme la mañana. No, de eso ya se encargaron mis queridas compañeras nada más pisar la oficina. Las miradas indiscretas y las risas mal disimuladas me dieron una pista de que algo estaba ocurriendo.
Mientras me tomaba un merecido café bien caliente, descubrí el motivo de sus burlas: servidora. En efecto, Chelo, la chismosa del grupo, se acercó para informarme de que corría el rumor de que me había ido a unas vacaciones imaginarias. Boquiabierta, así me dejó. Parece ser que mi aspecto no era el esperado tras unas vacaciones. Había vuelto más pálida, más cansada y, lo más importante, más delgada. Colorada como un tomate (aunque no sé si de ira o de vergüenza) le expliqué a la jefa de las gestapo mis maravillosas vacaciones. Tras un exhaustivo interrogatorio de dos horas, y de ser aceptada como prueba en mi defensa una foto en la salgo con el Timanfaya a mi espalda, quedó convencida.
Ni que decir tiene que mi buen humor se había evaporado por completo antes del medíodía, momento que eligió mi jefe para hacer acto de presencia e informarme de que me daba el resto del día libre «ya sabes, me dijo, por lo de las vacaciones. Hemos pensado que te vendrá bien un poco de tiempo para ir a un spa, relajarte y de paso que te arreglen ese pelo». Por primera vez me miré en un espejo y descubrí que siguiendo mi rutina de los últimos siete días me había saltado el ritual del peine.
Intentando ignorar ese pequeño detalle y concentrarme sólo en la suerte de tener la tarde libre salí corriendo de la oficina. Por supuesto, compré un cepillo de camino porque todo el mundo sabe que no se puede ir despeinado a la peluquería.

Borracha de aburrimiento

Todo el mundo dice que en verano se liga más. Bien pues yo digo que eso no es verdad. A esa frase le falta un pequeño matiz muy importante: en verano se liga más si estas en la playa, con un bronceado de escándalo, llevas puesta una minifalda más corta que un pareo, estás en una discoteca donde no cabe un alma y por tus manos pasan más copas que por las del camarero.
El otro día decidí soltarme la melena y salir a divertirme. Tras unos días insufribles, con más trabajo que una esclava, sudando más que una esclava, comiendo menos que una esclava, durmiendo menos que una... ¡ya me entendéis! me fuí a casa dispuesta a comenzar el ritual del sábado por la noche (era martes pero eso carece de interés porque siempre que nos preparamos para salir nos convertimos en trabajadoras de una cadena de montaje. Todos los pasos son importantes e imprescindibles. no quiero ni pensar en la catástrofe que produciría saltarme alguno de ellos). Acompañada, como si de mi mejor amiga se tratara, de una cervecita bien fresca, llegué hasta mi armario y me senté frente a él (es una costumbre que tengo, conozco mi ropa de memoria (algunas prendas llevan conmigo practicamente desde que nací) pero siempre me quedo observando atentamente por si descubro algún trapito nuevo. Una vez que ningún pantalón ha saltado de su percha para gritarme «eh! ciega que estoy aquí esperándote», comienzo a abrir puertas y cajones, a descolgar perchas, a colarme en las demás habitaciones buscando el modelo adecuado... y cuando de pronto miro el reloj y descubro que han pasado 10 minutos y aún no he encontrado que ponerme (vale puede que sean treinta minutos, quisquillosa) invariablemente voy directa hasta mis vaqueros preferidos y mi camiseta de la suerte y mientras me los pongo pienso «más vale lo malo conocido...». Cuando lo más difícil ya está conseguido, me maquillo y peino a toda prisa y, esta vez sí, en un cuarto de hora ya estoy saliendo por la puerta (si logro enconstrar las malditas llaves que suelen esconderse en los sitios más insospechados).
Bien, el martes pasado iba yo con mi mejor sonrisa dispuesta a comerme el mundo cuando entré en la discoteca, y por primera vez en semanas sentí fresquito (la sonrisa se me había helado en la cara), en serio. Recorrí la sala con la vista y no ví a nadie, ni siquiera un camarero. Ante el sonido de mis tacones recorriendo la pista de pronto apareció un gorila con cara de ¿qué haces tú aquí?, tratando de esquivar esos ojos asesinos me acerqué hasta la barra dispuesta a que me sirviera una copa (las dos horas de preparación se merecían eso por lo menos). Para mi sorpresa, sí había camarero, pero resultaba difícil verle porque tenía la cabeza metida en la cámara de coca-cola. Tras un saludo que pareció más un gruñido y al que yo respondí pidiendo el cóctel que me pareció sería más complicado de preparar, me senté en una banqueta y me dispuse a esperar a que llegara la gente. Sí lo sé, parecía una judiíta en campo de nadie allí sola, pero es el precio que se paga por tener amigos tan crueles que aprovechan sus 15 días de vacaciones para viajar. En fin, al cabo de una hora la puerta se abrió bien pensé ya ha llegado la hora de la marcha pero resultó ser king kong. A los diez minutos, y como parecía que la cosa no iba a mejorar me levanté dispuesta a marcharme. Antes de poder agarrar el tirador éste se estrelló contra mi cara, y entró alegremente un gran grupo de gente. Las lágrimas caían por mis mejillas pero he de reconocer que no sé si eran de dolor o de alegría por ver a tanta gente.
Haciendo acopio de gran valor (para no desmayarme de dolor) me uní a la pequeña fiesta. Tony, el causante de mi nariz de payaso, me invitó a varias rondas para limpiar su conciencia y en poco tiempo ya era una más del grupo, en teoría claro, porque al fijarme un poco más en mis nuevos amigos observé que algo no cuadraba. Fue cuando se me acercó un rubio guapísimo y muy simpático... cuando recordé el consejo de mi amiga Cris «si alguien guapo, macizo y simpático se te acerca, déjalo correr porque no anda por tu acera». En efecto, la fiesta en realidad era una boda y aunque no ligué me lo pasé de miedo.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Sin rumbo

Lo primero para disfrutar de mis merecidas vacaciones es elegir destino. Aprovechando mi primer día de libertad me dirigí a la agencia de viajes dispuesta a encontrar un rincón paradisiaco, apartado de la civilización y al alcance de mi bolsillo, (sí, ya sé que estoy algo anticuada pero si echas un vistazo a mi cuaderno de bitácora comprenderás que no me fíe de la red).
Imaginándome tirada en alguna playa virgen de Jamaica o Cuba, con un daiquiri en la mano y abanicada por algún isleño (tengo sueños de grandeza, me pasa desde niña) entro en la agencia. Mi fantasía se esfuma en cuanto veo la cara de la dependienta (en serio, una superviviente de la inquisición tendría mejor aspecto que ella). Haciendo acopio de mis últimas reservas de optimismo me dirijo con paso firme y sonrisa encantadora hacia mi verduga. Tras explicarle mis planes vacacionales me informa de que: a) El Caribe en esta época es un destino barato pero corro el riesgo de salir volando sin avión, por aquello de los huracanes... b) la edad media que circula estos días por las playas españolas es de 65 años ya que han sido conquistadas por el inserso y c) el resto de destinos que se adecuan a mis necesidades se salen de mi presupuesto.
La bruja Clarisa se queda repantingada en su sillón con, ahora sí, una sonrisa de oreja a oreja. Noto como el rojo, el morado, el naranja e incluso el verde suben a mis mejillas «no puede ser verdad, tiene que haber algo en algún lugar del mundo» pienso mientras me maldigo por haber copiado en todos los exámenes de geografía. De pronto se enciende la bombilla de mi cabeza (cosa extraña porque llevaba fundida unos tres años) «¡las islas!» exclamo a voz en grito, «¡son perfectas, hace calor, están cerca y el único peligro que corro es chocarme con una patera mientras nado!» miro expectante la cara de desilusión de la bruja y descubro que he dado en el clavo ¡ya tengo destino!. Unas dos horas después salgo por la puerta de la agencia con un billete reservado para el día siguiente, unos tickets de hotel que incluyen la pensión completa y unas cuantas excursiones reservadas de antemano para visitar el Timanfaya y la isla de La Graciosa. No lo he dicho, al final he escogido Lanzarote. ¡Por fin tengo mi viaje! de acuerdo, puede que no sean las islas Fiji pero tendré sol, playa, bellos atardeceres, excursiones culturales y chiringuitos donde recalar a tomar una cerveza... ¡y sin tener que lidiar con el diccionario!

martes, 17 de febrero de 2009

Charlas insomnes

¡No estoy sola! Por fin mis amigos han vuelto a casa (como el Almendro) y no precisamente cargados de regalos sino de algo mucho peor… ¡fotografías y videos familiares!
Cuando el lunes pasado encontré en mi correo una invitación de Vane (os acordáis de ella, la que me dejó encargada de sacar a pasear a su caballo) me llevé una gran alegría, por fin la gente dejaría de pensar que era una loca por ir hablando en el autobús (vale, sola y en voz alta, pero es que las costumbres son difíciles de cambiar). En fin, esa tarde salí antes del trabajo y me dirigí a casa de Vane haciendo una lista mental de todas las cosas importantes que habían ocurrido en su ausencia y debía conocer: el nuevo conductor del bus que compartíamos era un suicida que cada mañana trataba de estamparnos contra cualquier coche que se pusiera a su alcance, estaban liquidando nuestra tienda de cosméticos preferida, a la bruja de mi vecina por fin le había dejado su novio y en un ataque de histeria trató de suicidarse saltando dentro del ascensor (grave error porque sólo consiguió que los bomberos que la rescataron tras tres horas de espera se echaran unas carcajadas al encontrarla con rulos y ropa interior).
Cuando abrió la puerta casi caigo muerta de envidia al contemplar su bronceado, no es que hubiera tomado el sol, es que lo había robado, guardado en la maleta, pasado los controles de aduanas y puesto en su salón. Una vez superadas las lágrimas y abrazos (un mes puede ser eterno) pasamos al salón donde me tenía preparada una sorpresa (o tortura, según el punto de vista), había comprado un proyector de diapositivas especialmente para la ocasión. En efecto, pensaba enseñarme y comentarme cada una de las fotografías tomadas durante sus vacaciones, creo que eran unas 2.000, aunque hacía la 150 desconecté de su cháchara (o no recordaba que fui yo quien le recomendó el viaje o pensaba que un país que llevaba 50 años inmutable había cambiado en honor a su visita).
Esto es lo peor de quedarte sin vacaciones, escuchar el parloteo de los que se han ido. Todos te tientan con la idea de que te han traído un detallito para que aceptes la invitación, y después, sin previo aviso te sueltan una charla de 6 horas, es entonces cuando tienes que reprimir el impulso de levantarte y gritar «ya te advertí por teléfono que no compraré la enciclopedia, déjate de rollos y dame de una maldita vez el boli que me prometiste», pero en lugar de eso recuerdas que es una amiga de toda la vida y en lugar de hablar asientes obedientemente mientras planeas la venganza
Una vez concluida la sesión fotográfica, me preparé para recibir mi regalito. Pero resultó que aún no había terminado el clavario. Era el turno del cine (sí también se llevó la cámara de video). Una de las cosas que no entiendo de algunas personas es su afán de grabar paisajes, si quiero un reportaje sobre una ciudad lo compro. Considero que las cámaras deben usarse para guardar momentos divertidos, payasadas de amigos, caídas inoportunas... cosas que cuando se ven 20 años después te hacen reír y recordar lo mucho que disfrutaste de las vacaciones. Pero Vane no es de ésas, ella considera que una hora grabando el paisaje a través de la ventanilla del coche, con mano temblorosa y un fuerte viento como único sonido es un largometraje de Oscar. Tras 4 horas de película muda sin protagonistas la cinta terminó. Entonces sí respiré tranquila porque el infierno había terminado por fin y satisfecha por haber aguantado seis horas ininterrumpidas me dispuse a marcharme (a esas alturas el regalo me daba igual sólo quería escapar). Cuando estaba a un paso de mi libertad, oí a Vane corriendo por el pasillo «Qué te olvidas tu recuerdo», haciendo un esfuerzo sobrehumano me volví con una sonrisa «mujer no tenías que haberte molestado» (¡y una mierda! me lo he ganado, ¡dame mi premio!). Abrir la cajita de cartón fue la gota que colmó mi paciencia, encontrar una cuchara de plata con el escudo de Cuba hizo que se me saltaran las lágrimas. ¿Por qué siempre traen regalos inútiles y horteras que encima debes tener de adorno en el salón para que se vean?. A todos los veraneantes recomiendo: una caja de bombones (que se pueden comer), una camiseta (que se pueden poner) un cenicero (para los que fuman) y si no hay nada que merezca la pena... ¡mejor no traer nada!

lunes, 16 de febrero de 2009

Locura transitoria

¡Me he ido de casa! y con esto no quiero decir que me he independizado (de eso hace ya bastante tiempo) sino que me han echado de mi apartamento. No es que sea una morosa (pago mi alquiler rigurosamente el día uno de cada mes), tampoco soy de ésas a las que la policía visita cada sábado alertados por la estruendosa música que sale por mi ventana, ni siquiera he tenido altercados con los vecinos (y eso que vivo rodeada de víboras). No, me han echado los roedores, esos peludos bichejos de larga cola que se cuelan por todas partes.
El lunes llegué a casa dispuesta a disfrutar de una noche de cine y palomitas. Plan que se truncó cuando al abrir el armario del pasillo me encontré cara a cara con Mickey (sí, la estrella de Disney). No sé quien se asustó más si el intruso o yo, (esta bien fuí yo, el ratón ni se inmutó, se quedo observando como salía corriendo por el pasillo dando saltos y pidiendo auxilio), a duras penas llegué hasta mi móvil y llamé a la policía. Cuando la telefonista respondió el pánico sólo me dejó pronunciar «socorro, socorro tengo intrusos en casa» y tras darle mi dirección atropelladamente colgué y salí de casa disparada, como si en lugar de un ratón hubiera encontrado un tigre de bengala en el pasillo.
No fue hasta que estuve en la calle y traté de encenderme un cigarro (no falla, día que decido dejarlo día que ocurre algo que sólo la nicotina puede apaciguar) cuando descubrí que no había cogido la pitillera, ni el monedero, ni las llaves... «¿Cómo compro ahora tabaco?» fue mi primer pensamiento, (lo de las llaves no eran tan importante puesto que no pensaba entrar hasta que apareciera la policía, unas 2 horas después de mi llamada) pero fumar era vital en aquel instante.
Histérica y derrotada me senté en el bordillo a esperar a mis salvadores, luego me levanté, paseé por la acera, me dí un par de vueltas a la manzana, fuí a la tienda de la esquina a pedir fiado un sandwich y por fin, cuando ya estaba pensando en robar al mendigo de la esquina un par de cartones para acostarme en las escaleras del portal oí el sonido de una sirena, oteé el horizonte y divisé, uno, dos y hasta ¡tres coches de policía!. Llegaron a mi altura y con un estrambótico derrape frenaron (que no aparcaron) en la acera.
Bajaron dos policías de cada vehículo, como si de una película de ganster se tratara y se apostaron a ambos lados del portal con las armas en la mano. Desconcertada por su actitud me acerqué al policía más cercano y pregunté el motivo de tanto alboroto «señora no se acerque, están robando en este edificio y pensamos que los ladrones aún estan dentro» contestó el uniformado. «Soy yo la que ha llamado y les aseguro que el intruso aún está dentro, encerrado en el armario del pasillo, pero no creo que quiera robar». Mi respuesta sorprendió al policía quien me pidió una descripción detallada del roedor, «pues como todos los ratones» contesté desconcertada. Acto seguido los uniformados guardaron sus pistolas echaron unas carcajadas y se largaron aconsejándome llamara a una empresa de exterminación.
Está bien, reconozco que mi reacción pudo ser algo exagerada, (tengo pánico a esos bichos) y quizá llamar a la policía fue demasiado pero de ahí a ser una demente... histérica quizá pero no loca.
En fin me quedé en la calle imaginando lo que mi huésped estaría haciendo a mis zapatos. Ahora lo primero era lograr entrar en la casa. Llamar a los bomberos no me pareció una buena idea después de mi experiencia, trepar hasta el segundo tampoco lo veía viable, sobre todo porque aún no era una superwoman, sólo me quedaba llamar a un cerrajero que rompiera la cerradura. Tras varios intentos fallidos por fin dí con un buen samaritano que accedió a trabajar fuera de horario y se presentó en mi casa con su caja de herramientas. Unos 10 segundos y un punzón bastaron para abrir, perdón romper, la puerta. La factura por sus servicios me asustó más que el ratón pero al menos ahora tenía nicotina.
Comprobé que el inquilino del armario continuaba en su sitio (quizá había emigrado) pero no, es más había elegido mis botas de ante preferidas para traer al mundo a diez hijos ¡era una rata!. Después de vomitar llamé a la protectora de animales desde la cabina de la esquina (olvidé el móvil en mi huida) para ver si podían hacerse cargo de la familia. Con más descaro que educación me mandaron lejos y colgaron. El buzón de los exterminadores me informó que estaban de vacaciones hasta el 20 de agosto, dejé un mensaje con mi dirección y teléfono. Me dirigí a casa, hice el equipaje (sin incluir zapatos, por supuesto) y me largué.Ahora vivo en un hotel y busco apartamento en el centro ¡odio el verano!.

Trabajos forzados

Esta semana la vida me ha enseñado una importante lección que creo debo compartir con todos vosotros. La importancia de decir NO. Cuando alguien te dice con cara de cachorro apaleado aquello de no quiero abusar de ti pero me salvarías la vida si ... hay que ser lista y escaquearte cuanto antes: ¿Has dicho gato? me encantaría pero me dan alergia. Pero no, yo acepté de buena gana sacar a pasear al perro de Vane, poner agua al gato de Javi, recoger el correo de Fátima y hasta me ofrecí para regarle las plantas a Patri.
Visitar a Bongo (el perro de Vane) fue la primera tarea de la lista, (hay que sacarle tres veces al día para evitar que haga sus necesidades en la casa). En fin, el lunes me puse el despertador una hora antes y después de arreglarme para ir a trabajar me dirigí a casa de Patri. En cuanto metí la llave en la cerradura el perro se abalanzó sobre la puerta, me sorprendió la fuerza de sus ladridos porque, que yo supiera, era un Yorkshire monísimo. Por fin logré entrar y la sorpresa fue mayúscula cuando en lugar de encontrar al pequeño Bongo me di de bruces con un caballo, (y no me refiero a un pony de paseo sino a un pura sangre). Negro como el tizón, el perro ciclado (porque esos músculos no pueden ser naturales), me enseñó los dientes y comenzó a gruñir... mierda pensé, éste está con el mono y yo sin un triste gelocatil. Respiré hondo y saqué la correa de mi bolso a lo que Ciclo (este nombre va más con su personalidad) respondió sentándose sumisamente y agachando la cabeza. Tengo que admitir que por un momento contemplé la posibilidad de engancharle unas riendas y salir a cabalgar pero me contuve y dejé que me sacara a pasear. Sí nuestra relación va viento en popa, cada uno sabe cual es su lugar, el perro manda y yo obedezco.
Regar las plantas fue mi siguiente destino, pensé que sería una cosa rápida, claro que mi ex-amiga Patri (después de este golpe la he borrado de mi agenda) no me advirtió de que su casa era un invernadero y no precisamente de geranios. Me costó tres lavadoras quitarme la peste de la ropa, por no decir del peligro de ser pillada infraganti como los ladrones. En fin, el gato de Javi resultó ser un asesino psicópata que cada vez que trataba de entrar en su fuerte (la cocina) me lanzaba arañazos y bufidos. El resultado final fue un suelo con más agua que el Titanic en sus peores momentos. Para concluir el día y terminar mis recados me encaminé a casa de Fátima. A no ser que a esta tía le manden una carta bomba no correré peligro pensé de camino. Y no le mandaron una bomba camuflada en una postal del caribe, no, lo que le mandaron fue una enciclopedia de 18 tomos que el cartero dejó en el portal. ¿Adivináis a quién le tocó subirla hasta el sexto piso? sin ascensor por supuesto. Riiiiing... ¡ha ganado un televisor! sí a mí. A sí que yo lo tengo muy claro y os recomiendo encarecidamente que sigáis mi ejemplo (no este claro) sino lo que voy a hacer a partir de ahora. Decir BASTA. Que me quede sin vacaciones y sin vida social no les da derecho a abusar de mí de esta manera. Cría amigos