martes, 10 de marzo de 2009

De saldos

Odio los domingos, lo reconozco. Me parece el día más insulso de la semana. Los domingos nunca sé que hacer. Se supone que es un día de descanso, pero si lo paso tirada en el sofá, viendo la tele y lechuceando, por la noche me acuesto con la sensación de haber desperdiciado el tiempo. Tampoco se pueden hacer grandes planes porque al día siguiente hay que madrugar: las copas quedan prohibidas, cine y cena es una buena opción siempre y cuando la sesión sea de tarde (y tengas la paciencia necesaria para soportar la kilométrica cola en la taquilla), visitar museos, exposiciones y este tipo de cosas también son bien recibidas, cuando no se ha trasnochado el día anterior (hay que estar despejada para poder apreciar el arte).
Por eso cuando mi amiga Claudia me llamó el pasado domingo proponiéndome un maravilloso día de compras, con comida incluida, acepté encantada.
A las once ya estaba preparada, tengo que admitir que no necesité mucho acicalamiento pues todos sabemos que lo único imprescindible cuando se va de compras es llevar las tarjetas con crédito (o en su defecto un monedero lleno de billetes).
Claudia llegó puntual (sólo diez minutos de retraso ¡todo un récord!) subí en su coche y emprendimos camino rumbo a la ciudad de la moda. Tras mucho pensarlo al final nos decidimos por el nuevo centro comercial que, según se decía, era el más grande del país.
Llegamos tras salvar algunos obstáculos imprevistos (nos equivocamos al tomar la salida de la autopista, eso nos llevó por un camino de cabras hasta un pueblo diminuto donde no sabían nada de centros comerciales y cuando por fin conseguimos dar con una carretera asfaltada descubrimos que íbamos en dirección contraria... una odisea con la que no quiero aburriros), aparcar fue un suplicio, con eso ya contábamos.
Subimos en ascensor hasta la primera planta, cuando la puerta se abrió quede anonadada, sabía que había mil tiendas en el centro pero nunca había imaginado la cantidad de ropa que eso significaba.
Comencé mi andadura lamentando por lo bajo no haber traído también la cartilla de ahorros, porque, ahora lo sabía, iba a dejarme el sueldo en ese lugar. Entramos en las primeras tiendas con expectación, puede que incluso con miedo (en serio jamás había visto tanta tela junta), sentimiento que desapareció en cuanto cogí el primer vestido. Entonces mi cerebro dio la temida orden: comprar compulsivamente, y durante las siguientes tres horas mi tarjeta no paró de trabajar. A las cinco de la tarde Claudia se dio cuenta de que no lo conseguiríamos, era imposible visitar el centro entero. Entonces dividimos los objetivos y nos separamos con la misión de comprar aquello que pudiera interesar a la otra.
A las diez de la noche, cargada como una burra llegué al coche, Claudia me esperaba. Me dejé caer en el asiento agotada (si hubiera corrido el marathon no estaría tan cansado) y emprendimos el regreso.
Descargar el coche fue complicado y dividir las bolsas trabajo de matemáticos. En cuanto entré en casa dejé caer todos los bártulos, eché una mirada al reloj y decidí que aún tenía tiempo de organizar el armario. La ropa vieja cedió su sitio a la nueva y a eso de las dos de la mañana di por finalizada mi tarea. Me tumbé en la cama tan cansada que por un momento, sólo un instante, me pregunté si había merecido la pena. Luego recordé la fiesta del próximo sábado y el vestido que había comprado para la ocasión, sin olvidarme de los increíbles zapatos que había logrado rebajados a mitad de precio y decidí que sí. Había merecido la pena, unas cuantas ampollas en los pies no eran nada comparado con lo que disfrutaría estrenando modelitos.

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