jueves, 19 de febrero de 2009

Por los pelos

Todo ha vuelto a la normalidad. Cuando el lunes sonó el despertador salté de la cama y con un buen humor desacostumbrado me preparé para ir a trabajar, incluso me pegué un par de canciones en la ducha (no, no tropecé en la bañera y me golpeé la cabeza, es que estaba contenta porque al fin había conseguido dormir ocho horas seguidas).
Que un pingüino me acompañara hasta la parada del bus (por fortuna el frío polar no me trajo un oso), que la lluvia estropeara mis nuevas botas de ante y que tuviera que ir andando al trabajo porque el conductor de turno decidiera saltarse mi parada, no consiguieron estropearme la mañana. No, de eso ya se encargaron mis queridas compañeras nada más pisar la oficina. Las miradas indiscretas y las risas mal disimuladas me dieron una pista de que algo estaba ocurriendo.
Mientras me tomaba un merecido café bien caliente, descubrí el motivo de sus burlas: servidora. En efecto, Chelo, la chismosa del grupo, se acercó para informarme de que corría el rumor de que me había ido a unas vacaciones imaginarias. Boquiabierta, así me dejó. Parece ser que mi aspecto no era el esperado tras unas vacaciones. Había vuelto más pálida, más cansada y, lo más importante, más delgada. Colorada como un tomate (aunque no sé si de ira o de vergüenza) le expliqué a la jefa de las gestapo mis maravillosas vacaciones. Tras un exhaustivo interrogatorio de dos horas, y de ser aceptada como prueba en mi defensa una foto en la salgo con el Timanfaya a mi espalda, quedó convencida.
Ni que decir tiene que mi buen humor se había evaporado por completo antes del medíodía, momento que eligió mi jefe para hacer acto de presencia e informarme de que me daba el resto del día libre «ya sabes, me dijo, por lo de las vacaciones. Hemos pensado que te vendrá bien un poco de tiempo para ir a un spa, relajarte y de paso que te arreglen ese pelo». Por primera vez me miré en un espejo y descubrí que siguiendo mi rutina de los últimos siete días me había saltado el ritual del peine.
Intentando ignorar ese pequeño detalle y concentrarme sólo en la suerte de tener la tarde libre salí corriendo de la oficina. Por supuesto, compré un cepillo de camino porque todo el mundo sabe que no se puede ir despeinado a la peluquería.

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